
Aída Morales: El poder de la espiritualidad para transformar el dolor
“La espiritualidad me permitió transitar el dolor sin que me consumiera”, resume Aída con una serenidad que no es ausencia de dolor, sino fruto de un largo proceso de transformación interior.
Desde pequeña, la vida de Aída estuvo atravesada por responsabilidades prematuras. “Atesoro mi infancia. Crecí con siete hermanos mayores, así que fue como ser ama de casa. Desde los 10 años ya cocinaba con mi mamá”, recuerda.
Incluso, a esa edad empezó a trabajar como empleada doméstica: “No lo veía como un trabajo, sino como un juego. Y recuerdo esa sensación de orgullo de llegar con dinero a mi casa”. Este temprano contacto con el trabajo formó su carácter, y la disciplina que aún la acompaña. “En terapia aprendí que la disciplina que tengo se la debo a mi papá”, reconoce.
Su padre, panadero en Líbano (Tolima), le transmitió, sin saberlo, un fuerte sentido de responsabilidad: “Lo mejor es que todos los conocimientos que tenía eran de forma empírica. Ya ni pesaba los ingredientes para saber cuánto debía usar”.
A los 17 años, su vida dio un giro: “mi papá vendió la panadería en Líbano y nos mudamos a Soacha con ayuda de un hermano”. Allí comenzaría su historia como actriz.
Desde niña, Aída había sentido el llamado del arte. “Algo que me gustó desde que tenía 6 años por una obra que escribieron mis hermanos con crítica social, por lo que no podían actuarla, así que lo hice yo. Cuando terminó, me marcó la cantidad de aplausos de las personas”.
Su constancia le permitió abrirse paso en el mundo actoral. “Yo tenía sueños. No quería fama, quería permanecer. No ser una moda y ya. Gracias a Dios lo he logrado y siempre he tenido trabajo”. Su primer gran personaje llegó en Isabel me la veló, donde consolidó su presencia en la televisión colombiana.
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La vida, sin embargo, tenía para ella desafíos aún más duros. La pérdida de su hijo marcó un antes y un después. “Cuando mi hijo murió creo que alcancé a tener momentos de locura. Solo me preguntaba por qué. Me confrontaba con la idea de Dios y de las pruebas que nos ponía. Salí adelante por puro instinto de supervivencia”, confiesa.
Aída entendió que para sanar debía enfrentar el dolor, no negarlo. “Para pasar el duelo seguí los consejos de una amiga que era psicóloga, me decía que llorara lo que debía llorar y hablara abiertamente; incluso que recordara siempre el olor de su ropa”. Su red de apoyo fue clave para superar el duelo: “Mi mamá y mi papá siempre han estado para mí. Raúl se sumergió en el trabajo, algo que también he hecho”.
Pese al dolor de la pérdida de su hijo, no fue la primera ni la última vez que la muerte golpeó su vida: “Cuando era joven le tenía mucho miedo a la muerte. Quizás porque en mi pueblo había muchas historias como la de la ‘Patasola’ o la ‘Madre Monte’, pero finalmente he visto a la muerte de frente: mi hijo falleció en mis brazos, luego murió mi papá, también pasó con un hermano cuando era niña y otro cuando cayó de un techo…”.
A lo largo de los años, las pérdidas fueron dejando huellas profundas: “Uno va acumulando situaciones traumáticas, pero siempre está la necesidad de echar pa delante. Hasta que un día simplemente la energía no da”.
La separación de su esposo y el final de una nueva relación afectiva la llevaron a tocar fondo emocionalmente. “Después de separarme con Raúl inicié una nueva relación. Pero él decidió irse y sentí mucho miedo. Sentía miedo de salir a la calle y que me pasara algo. Le temía a la soledad”, recuerda.
En uno de sus momentos más vulnerables, descubrió algo fundamental: “Mi hija vivía con su papá. Mi pareja se había ido y no estaba muy bien de dinero. Junté las moneditas que tenía para poder almorzar algo. Y allí, sentándome a comer el almuerzo que había preparado para mí, me di cuenta que nunca me había atendido a mí misma. Sentí la verdadera soledad”.
En ese vacío, comenzó un proceso profundo de autoconocimiento. La terapia, primero, le permitió descubrir heridas antiguas: “En terapia de cristales hicimos una línea de tiempo de mi vida. Entendí que había una niña herida que estuvo sola, a la que le tocó hacer desde pequeña cosas que no debían ser para ella”.
Luego llegó un giro inesperado: la India. “En mi proceso de sanación comencé a tener cercanía con la India y sus discursos. Incluso, una vez pasé por un puesto donde ofrecían el viaje allá, no tenía ni un peso, pero me inscribí, todo se dio de una forma tan exacta que es como si todas las energías fluyeran hacia eso: conseguí trabajos cortos para esos tres meses, incluso un día antes del viaje pude pagar una deuda de 800.000 pesos para irme en paz”.
Ese viaje fue transformador, ya que en la India hizo rituales de fuego: “Despedí a mis muertos. Despedí a mi pareja y pedí a alguien que llegara a meditar conmigo”. Al regresar, la pandemia le ofreció un tiempo de recogimiento y meditación: “Cuando regresé de la India llegó la pandemia. Aproveché para meditar en casa. Hice canjes con restaurantes y supermercados para comer”.
Fue durante ese tiempo que descubrió una práctica que hoy es central en su vida: la respiración consciente. “Llegué a una fundación que se llama El Arte de Vivir donde aprendí de la respiración consciente. Descubrí que esa paz que siempre busqué en el exterior, todo el tiempo estuvo dentro de mí”.
“Ahora puedo respirar para ver con más lucidez y transitar mis emociones para tomar decisiones y brindar soluciones”, explica sobre cómo vive hoy sus emociones. El silencio, asegura, se ha vuelto su refugio: “En el silencio se encuentra la plenitud porque no hay mentira. Solo estás tú”.
Hoy, Aída Morales sigue trabajando como actriz que ama el teatro y la televisión, pero también como mujer que ha aprendido a priorizarse. “Siento que mi nueva pareja vino a mi vida para destapar esas emociones que había represado por años”. La actriz ya no teme a mirarse hacia adentro, hablar de su dolor ni construir desde la vulnerabilidad.
Su historia es la de una mujer que ha atravesado la oscuridad sin negarla, pero sin permitir que la devore. El duelo, el trauma y la enfermedad no la definieron; fueron, en cambio, la puerta hacia su crecimiento interior.
“El dolor no desaparece, pero uno aprende a transformarlo”, dice. Su testimonio es un mensaje de esperanza para quienes creen que el sufrimiento los puede consumir. Aída demuestra que incluso en los momentos más duros, es posible renacer.










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