
Autosabotaje: Cuando tu peor enemigo eres tú mismo
Aunque no está oficialmente reconocida en los manuales de diagnóstico psiquiátrico como el DSM-5, la tripofobia ha ganado atención en los últimos años debido a su impacto en la calidad de vida de quienes la experimentan. Pero, ¿qué la causa? ¿Es realmente un trastorno psicológico o una respuesta evolutiva? Y lo más importante, ¿cómo se puede manejar?
El término “tripofobia” (del griego trypo, “agujero”, y fobos, “miedo”) fue acuñado en 2005 en un foro de internet, pero no fue hasta 2013 que investigadores de la Universidad de Essex publicaron el primer estudio científico al respecto. Según sus hallazgos, cerca del 16% de las personas experimentan malestar al ver imágenes de agujeros agrupados, aunque solo un porcentaje menor cumple con los criterios de una fobia clínica.
A diferencia de otras fobias, como el miedo a las arañas o a las alturas, la tripofobia no siempre se manifiesta como pánico. En muchos casos, la respuesta predominante es repulsión física, acompañada de:
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Aunque las causas exactas siguen en investigación, existen varias hipótesis:
Un estudio publicado en Psychological Science sugiere que la tripofobia podría ser un relicto biológico. Los patrones que desencadenan esta fobia (como los de ciertos animales venenosos, como el pulpo de anillos azules o algunas serpientes) se asemejan a agrupaciones de agujeros. Nuestros ancestros que evitaban estos patrones habrían tenido mayor probabilidad de sobrevivir.
Otra teoría propone que los cerebros humanos asocian los patrones de agujeros con enfermedades infecciosas (como viruela o sarampión) o parásitos, activando una respuesta de rechazo para protegernos.
Algunos investigadores creen que ciertas personas procesan estos patrones de manera diferente, generando un sobreesfuerzo cerebral que deriva en malestar. Esto explicaría por qué no todos reaccionan igual.
No todas las molestias hacia estos patrones constituyen una fobia. Según expertos, para considerarse tripofobia clínica debe haber:
Algunos desencadenantes frecuentes incluyen:
Aunque no existe un tratamiento estándar, las terapias usadas para otras fobias han demostrado utilidad:
Un psicólogo puede guiar al paciente para que se enfrente progresivamente a los estímulos, desde imágenes menos intensas hasta situaciones reales, aprendiendo a regular su respuesta emocional.
La respiración diafragmática y la meditación ayudan a reducir la ansiedad asociada. Un estudio de la Universidad de California mostró que el mindfulness disminuye la activación de la amígdala (el centro del miedo en el cerebro).
Trabajar con un terapeuta para modificar pensamientos catastróficos (“Estos agujeros son peligrosos”) puede reducir la reacción fóbica.
Algunos centros usan esta tecnología para simular exposiciones controladas en un entorno seguro.
En 2017, un vestido estampado con agujeros provocó un debate online después de que usuarios reportaran náuseas al verlo. Este tipo de reacciones masivas han llevado a algunos científicos a cuestionar si la tripofobia es un trastorno genuino o un efecto de sugestión colectiva. Sin embargo, estudios con resonancias magnéticas han mostrado que, en personas que la padecen, estos patrones activan áreas cerebrales vinculadas al procesamiento del miedo, lo que respalda su base neurológica.
Como la mayoría de las fobias, no desaparece por sí sola, pero sí puede gestionarse efectivamente. Con terapia, muchas personas logran reducir sus síntomas hasta niveles manejables. La clave está en no normalizar el malestar extremo: si evitas actividades cotidianas por este miedo, buscar ayuda profesional es crucial.
La tripofobia, aunque poco conocida, es una condición real que puede afectar profundamente el bienestar. En SELIA, creemos que comprender estos fenómenos es el primer paso para dejar de verlos como “rarezas” y abordarlos con empatía y evidencia científica. Si te identificas con estos síntomas, recuerda: no es tu culpa, y hay herramientas para mejorar tu calidad de vida.










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