
Cómo el adultocentrismo daña la salud mental infantil y por qué escucharlos es urgente
No se trata solo de pequeñeces que ocurren en casa o en la escuela. El adultocentrismo es una estructura cultural, política e institucional. Se manifiesta en prácticas cotidianas como:
Todo eso legitima una distribución del poder donde los adultos deciden, los niños cumplen o esperan. Esa desigualdad afecta la salud mental de los más jóvenes.

El silencio emocional, la ausencia de escucha, la imposición de expectativas adultas sin espacio de expresión generan un terreno fértil para la ansiedad, la depresión y la somatización (cuando el cuerpo “habla” lo que la mente no puede decir). Niños y niñas que no son escuchados pueden desarrollar dolores físicos, insomnio, retraimiento o abandono de lo que les gustaba.
Cuando un adolescente siente que su opinión no vale, o que nadie lo toma en serio, hay un peso de soledad. Sentirse marginado dentro de la propia familia o del grupo escolar. Con el tiempo, eso genera desconfianza: hacia los adultos, hacia uno mismo, hacia el entorno.
El adulto como voz autorizada nubla la posibilidad de que los más jóvenes desarrollen una voz propia: ideas, deseos, inquietudes, dudas. Se les enseña a esperar a “ser grandes” para decidir, para expresarse, para tener agencia. La participación real en decisiones escolares o familiares suele ser mínima, lo que limita la capacidad de construir identidad.
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El artículo destaca que muchos sistemas educativos diseñan contenidos, evaluaciones y normas sin consultar a los NNA. Los planes escolares rara vez consideran cómo aprenden los niños o lo que les interesa. Esto convierte al aula en un espacio de transmisión unilateral: el docente habla, el estudiante escucha, sin agencia. Esa falta de participación alimenta frustración, desmotivación, evasión.
Cuando se les llama solo para hacer lo que otros decidieron, cuando se les obliga a adaptarse a ritmos, expectativas o estilos de enseñanza que no consideran su contexto, su ritmo o sus intereses, la experiencia educativa puede ser más una fuente de estrés que un espacio de crecimiento.
En muchos hogares imperan normas de silencio: “los niños no disputan”, “obedecer es lo correcto”, “te lo voy a decir yo”. El adulto que manda sin explicar, que castiga sin diálogo, que ignora el llanto, crea en el niño una especie de auto-censura interna. Niños que dejan de expresar lo que les molesta, lo que les duele, lo que les asusta, pensando que no importa, que no tiene valor, o que molestan. Esa silenciosidad emocional puede ser traumática.
El adultocentrismo no solo es privado. En muchas jurisdicciones, políticas y leyes que deberían incorporar mecanismos de participación infantil no lo hacen. La infancia es tratada como asunto social pasivo, no como sujeto de derechos activo. Esa omisión reproduce daño: decisiones que afectan la vida infantil se toman sin consultar sus voces, sin considerar tiempos psíquicos, sin validar sus experiencias.
Reconocer la infancia como sujeto de derechos no es una cuestión simbólica, sino un imperativo ético y de salud pública.
Permitir que los niños expresen lo que sienten, opinen incluso cuando no coinciden con lo que los adultos esperan, validar sus emociones. Quejarse, llorar, disentir: que estas acciones no sean castigadas sino entendidas.
Cuando un niño dice que algo le duele —emocional o físico— no ridiculizar, no minimizar: “Eso no es nada”, “Tan sensible eres” hacen daño. Validar lo que siente, aunque sea incómodo o difícil.
En la escuela, en la familia, en la comunidad: espacios donde los niños puedan opinar, elegir, decidir pequeñas cosas que afecten su mundo inmediato (qué juego hacer, qué tema trabajar en clase, cómo organizar un espacio). No se trata de otorgar poder absoluto, sino de incluirlos de verdad.
Incorporar en los programas escolares herramientas que enseñen a reconocer emociones, expresarlas, manejarlas, fomentar la empatía, resolver conflictos de manera segura. Esa educación protege salud mental, reduce ansiedad, mejora convivencia.
El castigo físico, la disciplina violenta, la humillación: muchas veces todavía se justifican bajo la idea de “educar”. La evidencia muestra que esas prácticas generan miedo, resentimiento, baja autoestima, inseguridad. Sustituirlas por la comunicación, el diálogo y límites claros y respetuosos.
Los adultos —padres, cuidadores, maestros, responsables institucionales— tienen una responsabilidad directa en no reproducir el adultocentrismo. Ser consciente de cuando se exige obediencia sin explicaciones, de cuando se minimiza lo que expresa un niño, de cuando se imponen normas sin diálogo significa empezar a reparar. Implica humildad: reconocer que no lo sabe todo y que cada infancia merece respeto, escucha y participación.
Cuando el daño ya ha comenzado, hablar con especialistas es clave. La terapia puede ayudar a procesar emociones, reconocer traumas, superar silencios emocionales. Si crees que un niño en tu entorno está sufriendo ansiedad, depresión, somatización, retraimiento, puede ser el momento de buscar ayuda.
Puedes encontrar apoyo con terapeutas y psicólogos online de SELIA para acompañar estos procesos de reparación emocional.










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